Estás escuchando Curiosidades de la Historia, de Historia National Geographic. Hoy hablaremos de Roma en el siglo VI, una ciudad en ruinas. Roma posee dos caras famosas, la clásica de la época imperial y la fastuosa del período papal, pero entre el esplendor de ambas se esconde un milenio durante el cual la ciudad cayó en una agónica decadencia.
En el apogeo del imperio, hacia el siglo II, la ciudad acogía más de un millón de habitantes. Sin embargo, ya en el siglo VI, tras la caída del imperio romano de Occidente en el 476 d.C., Solo unas 20.000 personas habitaban Roma. Eran los supervivientes de una larga serie de guerras, hambrunas y epidemias. Se marcharon los comerciantes, los marineros, las prostitutas, los trabajadores y la plebe.
mientras que la nobleza zarpó hacia Constantinopla, capital del Imperio Romano de Oriente. Roma ya no era el centro del mundo, se había convertido en una provincia del Imperio Bizantino, y así la encontró Gregorio Magno en 590, año en que fue elegido papa. Una ciudad atrapada entre un pasado glorioso y abrumador y un presente de total abandono, tanto que incluso Gregorio hablaba de ella utilizando los símbolos del imperio caído. Roma ha quedado pelada como un águila que ha perdido sus plumas.
Vista desde las colinas, la urbe aún conservaba la fascinante silueta que tuvo en la antigüedad. Estatuas gigantescas, plazas cubiertas de mármol, columnas decoradas, magníficos techos de bronce, villas patricias y viviendas de la plebe. No obstante, era una ciudad fantasma. En las calles crecía el musgo y los edificios estaban cubiertos de hiedra y habitados por zorros y búhos. Los continuos desbordamientos del Tíber y la ausencia de cuidados habían revestido sus calles de una capa de barro.
seco. Uno de los edificios más imponentes, el anfiteatro Flavio Coliseo, había cerrado sus puertas hacía años. Los últimos espectáculos se remontaban aproximadamente 60 años atrás. en época del Ostrogodo Teodorico, que había hecho llenar de tierra los subterráneos para no tener que pagar su mantenimiento. Frente al Coliseo se alzaba aún la estatua de Nerón, representado como el dios Apolo,
de 34 metros de altura y enteramente hecha de bronce. Este era el coloso del cual el anfiteatro tomó su nombre. En otros tiempos había sido deslumbrante, pero tras muchos años de abandono se había oxidado y le faltaban los brazos. Se cuenta que Gregorio Magno dio la orden de mutilar la estatua para recuperar el metal y fundirlo. Durante los años siguientes, el papa se apropió del resto del bronce.
Devoto y pragmático, el pontífice de este modo eliminaba a un falso dios y podía utilizar los beneficios del metal precioso para ayudar a los pobres de la ciudad. A los pies del Coliseo nace la vía sacrea que llega hasta el otro núcleo monumental de Roma, el campo de Marte. Allí se alzaban las grandes basílicas, donde tiempo atrás se reunían los comerciantes.
También están los teatros de Pompeyo y de Marcelo y las lujosas termas de Agripa. Pero la escasa población de la ciudad no sabía qué hacer con este esplendor arquitectónico. Acostumbrados al abandono, los habitantes no se ocupaban de las malas hierbas o del barro, que al sedimentarse había elevado el nivel de las calles y se las ingeniaban para abrir caminos a través de esa espesa maleza que brotaba entre los templos.
En las calles crecían pequeños árboles que con el tiempo se convertirían en las encinas seculares que Carlomagno vio en el año 800 al entrar en Roma desde el norte por la Vía Lata, la actual Vía del Corso.
Por ese mismo camino llegaba, procedente del norte de Europa, el incipiente turismo religioso que quería visitar los lugares sagrados de los mártires. Empezaban a prosperar el mercado negro de las reliquias y las visitas organizadas, que a cambio de unas monedas, llevaban a los peregrinos a arrodillarse frente a la parrilla donde habían quemado vivo a San Lorenzo o ante la columna de mármol rojo donde la Santa Viviana había sido flagelada con cuerdas cubiertas de plomo.
También aparecieron las primeras guías turísticas, una especie de Only Planet de la época. El itinerario de Einsiedeln, del siglo VIII, por ejemplo, era un mapa de Roma que indicaba a los peregrinos las atracciones religiosas y turísticas de la ciudad. Pero ¿dónde se concentraba la menguada población de Roma? Probablemente entre la orilla izquierda del Tíber y el Trastévere, bebiendo en las tabernas situadas en los antiguos templos paganos.
¿Quién sabe si conservaban el recuerdo de la grandeza del imperio romano o si se preguntaban quién había construido aquella ciudad enorme? El nivel de alfabetización de la plebe, altísimo en la Roma clásica, había caído en picado.
Leer y escribir se había convertido en un privilegio de las clases altas. Los habitantes del Trastevere vivían en ínsulas, edificios de apartamentos ruinosos y trabajaban en pequeños negocios. Eran alfareros, ganaderos, campesinos... supervivientes de un mundo pagano que había quedado superado, reutilizaban todo lo que encontraban bajo los escombros de la Roma imperial.
Vajillas, telas, herramientas... Cuando una ínsula se derrumbaba, se trasladaban a otra. La disponibilidad de casas vacías era tan alta que no había necesidad de construir más. Sin embargo, la situación era precaria. No existían sistemas de descarga de las letrinas ni de mantenimiento del alcanterellado y la Iglesia y la Administración Civil se atribuían mutuamente la responsabilidad de limpiar las calles.
La situación hídrica también era deplorable. Los 16 acueductos, que en época imperial llevaban cada día toneladas de agua fresca desde los apeninos a la urbe, habían sido destruidos por los godos en el primer asedio de Roma entre el 532 y el siglo XIX. y el 538. Y desde entonces su cuidado había sido muy intermitente. 50 años después, Gregorio Magno, en una de sus múltiples epístolas, se quejaba de las condiciones de los pocos acueductos que aún funcionaban a duras penas.
La vegetación se había adueñado de las antiguas tuberías de plomo y las raíces habían socavado los cimientos. Las termas que dieron fama a Roma habían cerrado hacía decenios. Sobre el palatino aún se alzaban los lujosos palacios donde tiempo atrás residían los emperadores, ahora reconvertidos en sede de la administración de Constantinopla.
Oficinas y residencias de prestigio para los notables bizantinos, los funcionarios y la pequeña guarnición militar destinada en la ciudad. Eran los privilegios de los expatriados que trabajaban en un país pobre y no querían mezclarse con la población local. En los siglos siguientes, la ciudad avanzó con dificultad. Las plazas se transformaron en bosques, los edificios cayeron y los habitantes reciclaron los materiales para levantar nuevas construcciones.
La población abrió senderos estrechos y tortuosos para sortear árboles y escombros, en lugar de despejar las antiguas calles, anchas y rectas. La salvación de Roma no llegó hasta el siglo VIII, cuando se convirtió en sede papal, privilegio que la transformó... en uno de los centros más importantes de la Alta Edad Media italiana. Y sin embargo, durante siglos, prevalecerá una sensación de extrañamiento al contemplar una ciudad tan grande, monumental y vacía.